15 Minutos de Lectura
El ángel del ático
Tennessee Williams
La desconfianza es la enfermedad laboral de las caseras, y el largo contacto con ellas me ha dejado un oscuro sentido de culpa del que probablemente nunca me libraré. El trauma inicial al respecto me lo produjo una casera que tuve en el viejo Barrio Francés de Nueva Orleáns cuando yo tenía escasamente veinte años. La mujer era el arquetipo de la casera desconfiada. Tenía una habitación para ella sola, pero prefería dormir en un camastro plegable en el vestíbulo del piso bajo para que ninguno de sus inquilinos pudiera entrar o salir del establecimiento sin su permiso, concedido a regañadientes. Cuando por fin me marché de allí, engañé a la mujer. Me largué por un balcón utilizando un par de sábanas. Estaba a kilómetros de la ciudad, en el viejo Spanish Trail camino del Oeste, antes de que la vieja se enterara de que había conseguido eludirla.
El vestíbulo del piso bajo de esta pensión de la calle Bourbon estaba totalmente a oscuras. Uno tenía que ir a tientas con una cautelosa repugnancia, pasando los dedos por el enlucido húmedo y cuarteado de la pared, hasta que llegaba a la puerta o al pie de la escalera. Uno nunca alcanzaba alguno de esos dos sitios sin que lo advirtiera la vieja. Su figura fantasmal se alzaba como un rayo del camastro haciendo un ruido metálico. Pronunciaba una sílaba: ¿Quién? Si no quedaba satisfecha con la identificación que le dabas, o sospechaba que te llevabas el equipaje y escapabas furtivamente, o traías a alguien para el disfrute carnal, se encendía una cerilla frotando en el suelo y se alzaba hacia ti durante unos momentos. A esta vacilante luz sobrenatural, la mujer clavaba con recelo sus ojos en ti hasta que sus dudas desaparecían, y si esperabas podías oír murmullos hoscos y groseros como los de cualquiera de los borrachos de los bares del barrio.
Era una mujer de una desconfianza paranoica y su desconfianza con respecto a mí era ilimitada. Muchas veces entraba en mi habitación con el periódico de la mañana y leía en voz alta algún artículo referido a un acto delictivo en el barrio. Después de la lectura me examinaba atentamente buscando algún cambio culpable en mi expresión, y yo casi siempre satisfacía su desconfianza con un intenso rubor y la incapacidad para devolverle la mirada. Estoy seguro de que la mujer me había atribuido docenas de delitos y solo estaba esperando algún dato concreto para llamar a la policía, uno de cuyos capitanes, me había advertido, era primo carnal suyo.
La casera era víctima de los sablistas, lo que debe tenerse en cuenta en defensa suya. Ninguno de sus inquilinos pagaba con regularidad. Algunos seguían en sus habitaciones durante meses y meses con solo promesas de futuros pagos. Uno de ellos era una viuda que se llamaba la señora Wayne. La señora Wayne era la más hábil mal pagadora de la casa. Incluso se las arreglaba para conseguir cosas de la patrona. Su fortuna residía en su labia. Era una narradora maravillosa de historias tremendamente morbosas y obscenas. Siempre que olía que cocinaban comida, abría rápidamente su puerta y se lanzaba pasillo adelante con un cazo jaspeado azul y blanco que mantenía coquetamente ante su pecho como si fuera un abanico de encaje. Era indudable que estaba medio muerta de hambre y el olor de la comida la ponía en funcionamiento como una potente droga, pues entonces hacía gala de una brillantez poco frecuente en su charla. Llamaba con la mano a la puerta de la que procedía el tentador aroma, pero entraba antes de obtener cualquier tipo de respuesta. La lengua se le disparaba antes de haber entrado del todo, y no había ninguna grosería sobre que la echarían a la fuerza de la habitación que consiguiera desanimarla.
Había algo en la anciana que daba pena y que se imponía. Hasta su aliento maloliente se convertía en un componente de su malsano atractivo. Para mí era el espectáculo de tanta vitalidad heroica en un pozo tan agotado lo que me hacía sentir afecto por la viuda. Yo nunca cocinaba en mi dormitorio del ático. Solo me encontraba con la señora Wayne en la cocina de la patrona las veces que me había ganado la cena por hacer pequeños trabajos en la casa. La propia casera no era inmune al encanto de la señora Wayne, y las historias que contaba esta indudablemente la dejaban en éxtasis. Cuando ponía cosas al fuego siempre añadía: «Si a la muy puta le llega el olor de esto, ¡no habrá nada que la pueda detener!».
Ocho años después esos personajes desaparecieron, la tierra se los tragó, las paredes los absorbieron como a la humedad. Era indudable que la anciana señora Wayne y su abollado cacharro de cocina habían desaparecido entre protestas, y no estoy completamente seguro de que con ellos el mundo no haya perdido al mayor genio patológico desde Baudelaire o Poe. Su tema de conversación favorito era la muerte de parientes y amigos a los que había cuidado con la vista y el oído atentos para que no se le escapara ningún detalle de sus agonías. Su memoria los reproducía en la cocina de la casera de modo tan gráfico que yo mismo me sentía enfermo de espanto, sin embargo tan fascinado, que el riesgo a quedarme sin ganas de tomar una cena ganada con tanto esfuerzo no se imponía a las ganas de taparme los oídos. La patrona estaba igualmente hechizada. Poco a poco sus roncos murmullos de incredulidad y sus gestos impacientes daban paso a un placer tan morboso que se le aflojaban las mandíbulas y babeaba. Una mirada perdida, como si estuviera hipnotizada, asomaba a sus ojos habitualmente incisivos como alfileres. Mientras tanto, la señora Wayne, con el cazo sujeto delante del pecho, hacía un lento y oblicuo movimiento de aproximación al gran fogón de la cocina. Era tan potente su hechizo que incluso cuando de hecho levantaba la tapa de la cazuela con el guisado y se servía algo de su contenido en el cazo, aunque la mirada de la casera seguía sus movimientos, no parecía que se diese cuenta de ellos. No hasta que la desventurada protagonista de la historia había llegado a la desgraciada conclusión final —los ojos se le salían de las órbitas y unos efluvios fantasmales empapaban la ropa de su cama—, y entonces el encanto perdía la suficiente fuerza para permitir que los oyentes de la narración se dieran cuenta con claridad de lo que pasaba más allá de la escena representada. En ese momento la señora Wayne ya había rebañado su cazo con un apetito lobuno y se había dirigido a un punto tan cercano a la puerta que cualquier cosa desagradable procedente de la casera al salir del trance quedaría fuera del alcance del oído de la viuda antes de alcanzar su objetivo.
En aquella vieja casa el silencio era mortal, y si no las altas paredes enyesadas sonaban como alarmas anunciando fuego debido a voces airadas, a riñas sobre el uso del retrete, acusaciones de robo o amenazas de expulsión. Yo no tenía puerta en mi habitación, que estaba en el ático, solo una andrajosa cortina que no evitaba la andanada de miserias humanas que explotaban con tanta frecuencia. Las paredes de la habitación estaban pintadas con lunares rosas y verdes, y había una claraboya. Esa claraboya iluminaba débilmente de noche. Había un banquito debajo de ella. De cuando en cuando, en momentos en que a la habitación no la iluminaba otra luz, una vaga imagen grisácea parecía estar sentada en el hueco donde estaba ese banquito. Era la frágil y melancólica figura de un ángel o de una madonna ajada y de edad. La aparición se producía en el hueco con mayor frecuencia las noches de invierno de Nueva Orleáns, cuando caía una lenta lluvia de un cielo que no estaba lo suficientemente nublado para separar por completo a la ciudad de la luna. Nueva Orleáns y la luna siempre me ha parecido que se entendían entre ellas, que tenían una intimidad de hermanas que han envejecido juntas y ya no necesitan más que una mirada sin palabras para comunicarse sus sentimientos una a otra. Esta atmósfera lunar de la ciudad me trae de vuelta a ella siempre que se han apaciguado las oleadas de energía que me han llevado a ciudades más vitales, y se impone una época de retiro. Cada vez que he tenido una herida psíquica profunda, una pérdida o un fracaso, he vuelto a esa ciudad. En esos periodos parecía como si yo perteneciera a ella y a ningún otro lugar del país.
Durante esa primera estancia en Nueva Orleáns todavía no habían hecho presencia ninguno de los pequeños estímulos que impulsan mi vida de escritor y ya había aceptado el anonimato y el fracaso. Ya había aprendido a hacer religión de la resistencia y secreto de mi desesperación. Las noches eran un consuelo. Cuando la bombilla desnuda se había apagado y todo lo visible había desaparecido salvo el borroso hueco profundamente enraizado en una pared que daba a la calle Bourbon, yo parecía deslizarme a otro estado de la existencia en el que no mantenía penosos contactos con el mundo. Durante un rato el hueco seguía vacío: pero después de que mis pensamientos hicieran una imaginaria excursión y me volvía para mirar otra vez en aquella dirección, la figura transparente había entrado silenciosamente y se había sentado en el banquito de debajo de la ventana, iniciando aquella paciente vigilancia que me sumía en el sueño. Las manos de la figura estaban recogidas entre los ropajes incoloros del regazo y los ojos se clavaban en mí con una mirada amable, nada interrogadora, que yo llegaba a recordar como la propia de mi abuela durante su enfermedad, cuando yo iba a su habitación y me sentaba junto a su cama y quería decir algo o poner mis manos sobre las suyas, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas, pues era consciente de que si hacía alguna me desharía en unas lágrimas que la preocuparían aún más que su enfermedad.
La aparición de esta figura gris en el hueco precedía unos pocos instantes al momento de quedarme dormido. Cuando la veía allí, yo pensaba consolado: Bueno, ahora estoy a punto de dormir, en unos momentos todo habrá desaparecido y no volverá hasta por la mañana…
Una de esas noches vino a mi habitación un visitante más palpable. Un calor que no era el mío me arrancó del sueño, y al despertar encontré que había entrado alguien en mi habitación y se había inclinado sobre mi cama. Di un salto y casi grité, pero los brazos del visitante me lo impidieron vehementemente. Susurró su nombre, que era el de un artista tuberculoso que dormía en la habitación de al lado. Quiero, quiero… susurró. Conque me volví a tumbar y le dejé que hiciera lo que quisiese hasta que terminó. Luego, sin decir nada, se levantó y salió de mi cuarto. Durante los momentos siguientes le oí toser y murmurar para sí mismo al otro lado de la pared que nos separaba. Pero al final me volví a adormecer. Eché una ojeada al hueco de debajo de la claraboya. Sí, allí estaba el ángel. Me pregunté si habría contemplado las cosas extrañas que habían pasado y cuál sería su actitud hacia las perversiones del deseo. Pero no hubo la más mínima señal. Las dos manos sin peso seguían sujetándose sin fuerza una a otra entre el ropaje incoloro del regazo, los fríos y solidarios ojos grises en la cara levemente nacarada estaban tan inmóviles como los de una estatua. Noté que había dejado que se produjera el acto, y que ni lo desaprobaba ni lo aprobaba, de modo que me volví a dormir.
No mucho después del episodio de mi habitación, el artista estuvo implicado en una escena espantosa con la casera. Su enfermedad entraba en la fase final, tosía todo el tiempo pero se las arreglaba para seguir trabajando. Hacía dibujos rápidos en el Two Parrots, que estaba a la vuelta de la esquina, en Toulouse. No se fiaba de nadie ni de nada. Vivía en un mundo completamente hostil a él, implacablemente hostil, y nadie podía atravesar las paredes que le rodeaban durante más tiempo que el que duraban los frenéticos momentos de deseo que le dominaban. No cedía a la fiebre mortal que le afectaba los nervios. Inventaba toda clase de quejas y molestias triviales para ocultarse a sí mismo que se estaba muriendo. Uno de estos subterfugios a los que recurría por la noche era a lo mucho que le molestaban las chinches. Aseguraba que su colchón estaba infestado de ellas, y todas las mañanas realizaba un airado informe a la casera sobre el número de las que le habían picado durante la noche. La vieja no se lo quería creer. Por fin, una mañana hizo que la casera entrara en la habitación para que echase una ojeada a su ropa de cama.
Le oí respirar trabajosamente mientras la vieja revolvía y removía el rincón donde estaba la cama.
—Bien —dijo finalmente con un gruñido—, yo no encuentro nada.
—¡Dios santo! —dijo el artista—, ¡está usted ciega!
—¡Muy bien! ¡Enséñemelo! ¿Qué hay en esta cama?
—¡Mire esto! —dijo el artista.
—¿Qué?
—Esa mancha de sangre de la almohada.
—¿Y qué?
—¡Aplasté ahí a una chinche tan grande como una uña mía!
—¡Juá, juá, juá! —soltó la casera—. ¡Es donde usted escupió sangre!
Hubo una pausa en la que la respiración de él se hizo más ronca. Su voz, cuando volvió a surgir, estaba tremendamente alterada.
—¡Cómo se atreve, maldita sea, a decir eso!
—¡Juá, juá, juá! Supongo que pretende que no escupe usted sangre, ¿no?
—¡No, no, nunca! —gritó él.
—¡Juá, juá, juá! Usted escupe sangre todo el tiempo. He visto escupitajos suyos en la escalera, en el vestíbulo y en el suelo de este dormitorio. Deja un rastro de ella en todos los sitios a los que va. Deja un sendero de sangre como un pollo que corriera con la cabeza cortada. Usted tose y escupe y contagia la enfermedad. ¡Y eso no es todo lo que hace usted!
—Oiga —vociferó el artista—. ¿Qué tipo de insinuación es esa?
—¡Juá, juá, juá! ¡Yo no insinúo nada, se trata de hechos sabidos!
—¡Fuera! —gritó él.
—¡Estoy en mi casa y digo lo que me apetece! Lo sé todo de los degenerados del barrio como usted. Por algo llevo diez años alquilando habitaciones en el barrio. Una panda de mestizos, de borrachos y degenerados, con tipos así es con quienes me las tengo que ver. Pero usted es el peor de todos, ¡nadie le gana! Y no solo aquí, también en el Two Parrots. Su espantoso proceder se ha convertido en el tema principal de conversación del local donde usted trabaja. Tiene lleno de escupitajos el caballete. Deben fregarlo con un potente desinfectante todas las noches. El encargado está molesto. Quiere que recoja su caballete y se vaya al infierno. Lo que pasa es que no se lo dice porque es usted un caso perdido. Fíjese, una de las camareras me contó que algunos clientes se iban sin pagar porque usted había tosido y escupido justo al lado de su mesa. Eso es lo que pasa, ¡y el encargado está harto de eso!
—¡Está contando mentiras!
—¡Lo que digo es verdad! ¡Me enteré por la cajera!
—¡Debería darle un guantazo!
—¡Adelante!
—¡Debería partirle esa espantosa cara vieja!
—¡Adelante, adelante, inténtelo! ¡Tengo un sobrino que es capitán de la policía! ¡Pegúeme y dará con sus huesos en el calabozo! ¡Un manguerazo en la espalda es lo que le darán allí!
—¡Debería arrancarle esas asquerosas mentiras de la boca!
—¡Juá, juá! ¡Venga, inténtelo! ¡El esfuerzo le matará a usted!
—Tendrá usted su merecido —dijo él jadeando—. ¡Una de estas noches encontrará que tiene un cuchillo clavado!
—Por usted, supongo, ¿no? ¡Se va a morir usted en la calle, echará los pulmones por la boca a fuerza de toser! Lo llevarán al depósito de cadáveres. Nadie reclamará su esquelético cadáver. Lo meterán en una caja y lo cargarán en una barcaza del río. Y cuanto antes mejor, además. Un caso como el suyo es una amenaza y un peligro público. No tiene derecho a ser un riesgo para las personas sanas. Debería ir usted al pabellón de beneficencia del San Vicente. Es el sitio adecuado para una persona que se está muriendo y que no tiene la cordura de darse cuenta de lo que de verdad le pasa en lugar de andar protestando de que las chinches le manchan de sangre la almohada. ¡Agh! ¡Chinches! ¡Usted es la chinche que mancha de sangre todas estas sábanas! ¡Es usted, y no las chinches, lo que deja tan hecho una pena el Two Parrots que tienen que restregarlo con lejía todas las noches! Es usted, y no las chinches, el que hace que los clientes se marchen sin pagar. ¡El encargado no está molesto con las chinches, sino con usted! Y si no se marcha usted por su propia voluntad, se va a enterar muy pronto. Tampoco yo le quiero aquí. No, después de las amenazas y de la escena que ha montado esta mañana. ¡Quiero que recoja todas sus porquerías, todos sus pañuelos sucios y sus frascos, y se largue de aquí antes de las doce, o por Dios, por el mismo Jesucristo, que cualquier cosa que deje irá directamente al incinerador! ¡Yo misma la recogeré con un palo de tres metros y la tiraré al fuego, porque nada de lo que haya tocado usted es seguro para el contacto humano!
El artista salió corriendo de la habitación, le oí correr escalera abajo y salir del edificio. Fui a la claraboya del hueco y le vi dando vueltas enloquecidas por la calle. Estaba loco de ira. Un camarero del restaurante chino salió y le agarró del brazo; un borracho de un bar razonó con él. El joven sollozaba y se lamentaba, andaba de una puerta a otra de los antiguos edificios hasta que el borracho se las arregló para meterle en un bar.
La casera y una negra gorda y vieja que trabajaba en la casa quitaron el colchón del joven de la cama y lo arrastraron hasta el patio. Lo metieron por la trampilla de hierro del incinerador y le prendieron fuego, manteniéndose a una distancia prudente para verlo arder. La patrona no estaba contenta con solo la quema, soltó un largo parlamento a voz en grito con respecto a él.
—No lo quemamos porque tenga chinches —gritaba—. Quemo este colchón porque lo han contagiado. Uno con tisis ha estado tumbado en él, ¡un degenerado asqueroso y un mentiroso!
Siguió y siguió hasta que el colchón quedó completamente consumido; y aún después continuó.
Luego mandó a la vieja negra al piso de arriba para que se llevase las pertenencias del joven. Había empezado a llover y, a pesar de las protestas de la casera, la negra colocó todas las cosas debajo del platanero del patio y las tapó con un trozo de linóleo desechado que sujetó con unos ladrillos.
A la puesta de sol el joven volvió a la casa. Le oí toser y jadear bajo la lluvia del patio mientras recogía sus cosas de debajo del fantástico paraguas verde y amarillo del platanero. Parecía que estaba hablando de todas las cosas malas que había padecido desde que había venido a este mundo, pero al final sus quejas se centraron en la pérdida de un peine precioso. «Ay, Dios mío —murmuraba—. Me ha robado el peine, tenía un peine precioso que me dio mi madre, un peine de concha de tortuga con un mango de plata y perlas. ¡Ha desaparecido, me lo han robado, y el peine perteneció a mi madre!»
Al final lo encontró, o el joven renunció a su búsqueda, pues las palabras se interrumpieron. Una plateada y húmeda quietud se impuso en la casa de la Bourbon como si el día y la noche hubieran terminado con lo que tenían que hacer allí, y en mi habitación las manillas luminosas de un reloj y el gris borroso del hueco eran lo único del mundo visible que permanecía.
El episodio puso fin a mi residencia en la casa. Las noches siguientes el transparente ángel gris dejó de aparecer en el hueco de debajo de la claraboya y el sueño tuvo que acudir sin ninguna sanción maternal. Conque decidí terminar con mi estancia en la pensión. Notaba que la delicada anciana angélica me había dado a entender que debía irme, y que si me volvía a visitar alguna vez, sería en otro momento y en otro lugar… que todavía no han llegado.