Coordinación General de Bibliotecas Coahuila

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Cuentos de terror cortos

Los calzoncillos del fantasma

Zacarías Franco era un hombre larguirucho, huesudo y de extrañas costumbres. Todos los días se acostaba exactamente a las 8:57 de la noche, sólo tomaba leche y, a pesar de no tener un pelo en la cabeza, se cepillaba la calva con un cepillo de bambú que guardaba meticulosamente en un pañuelo de terciopelo. Sin embargo, la mayor de sus excentricidades era la de siempre ponerse dos calzoncillos.

Un día cualquiera, por razones aún desconocidas, su corazón dejó de latir para siempre. Su esposa, muy angustiada le peinó la calva con el cepillo de bambú, le puso su traje más elegante, pero olvidó enterrarlo con sus dos calzoncillos.

Después del funeral, el fantasma de Zacarías Franco seguía volviendo a la casa. Todas las noches, exactamente a las 8:57 entraba por la puerta principal.

Su esposa estaba tan asustada que se mudó de casa, pero el fantasma de Zacarías Franco la encontró. Entonces, se mudó de nuevo y siguió mudándose. Según los rumores, ella debió mudarse de casa 6 u 8 veces, pero sin importar a dónde llegara; Zacarías seguía regresando.

Finalmente, la mujer reunió todas sus fuerzas y, una noche, cuando entró el fantasma de su esposo por la puerta principal, le preguntó:

—¿Zacarías, por qué sigues volviendo? ¿Qué es lo que esperas de mí?

Zacarías la miró durante un buen tiempo y finalmente, dijo:

—Cariño, por favor necesito mi otro par de calzoncillos.

Fue así como la mujer le tiró el otro par de calzoncillos y, hasta el día de hoy, todos comentan que nunca lo han vuelto a ver.

La estatua del payaso

María Luisa llegó a la casa del doctor Reyes y su esposa a eso de las 7 de la noche. Había sido contratada para cuidar los dos hijos de la pareja mientras ellos cenaban en un lujoso restaurante de la ciudad.

El doctor Reyes abrió la puerta y le dejó saber que los niños se encontraban dormidos. Igualmente, la señora Reyes le pidió permanecer en la sala de estar, cerca de la habitación de los niños, en caso de que alguno de ellos se despertara.

La pareja se despidió y María Luisa se dirigió a la sala y se sentó a jugar en su celular. Al cabo de un rato, se aburrió y llamó a los padres para saber si era posible ver televisión:

—Por supuesto —respondió el doctor Reyes.

Sin embargo, María Luisa tenía una solicitud final; les preguntó si podía cubrir con una manta la estatua del payaso que permanecía en una esquina de la sala, porque cada vez que miraba la enorme estatua de ojos espeluznantes, tenía la sensación de que la estatua se estaba moviendo lentamente.

Por unos cuantos segundos hubo un silencio incómodo. Con voz de terror, el doctor Reyes dijo:

—¡Despierta a los niños y salgan inmediatamente de la casa! NO TENEMOS NINGUNA ESTATUA DE UN PAYASO.

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El Holandés Errante

Hace algo más de 500 años, existió un hombre devoto del mar llamado Hendrik Van der Decken. A este hombre se le encomendó la tarea de comandar un buque conocido como El Holandés Errante. Cuando el capitán y su tripulación se dirigían a las Indias Orientales desde Ámsterdam, con el propósito de hacer fortuna, se vieron atrapados en medio de un desmedido temporal, que dañó seriamente la embarcación, haciendo añicos el timón y rasgando las velas.

A eso de la medianoche, cerca al cabo de Buena Esperanza, cuando parecía que había llegado la calma; el canto del viento se convirtió en un grito furioso que golpeó los mástiles y sacudió el buque con tal violencia que la tripulación comenzó a gritarle al capitán:

—¡Debemos regresar, el buque ha recibido mucho daño y nuestras vidas peligran!

Pero el capitán Van der Decken era muy codicioso y no lo afectaba poner en peligro su vida ni la de los demás, así que respondió de manera desafiante:

—¡El viaje continúa, aunque tenga que surcar los mares hasta el fin de los tiempos!

Después de la inesperada respuesta, los mismos marineros se rebelaron contra él, pero el capitán rayando la locura, amenazó con tirar por la borda a quien contradijera sus palabras. Alarmados, los hombres se arrodillaron y comenzaron a rezar; la embarcación estaba a punto de zozobrar.

De repente, el firmamento se partió en dos y surgió una luz divina que iluminó el mar. De la luz descendió una figura celestial que se enfrentó al capitán, diciéndole:

—Tú que pones la ambición al sufrimiento ajeno, de ahora en adelante serás condenado a recorrer el océano eternamente entre tormentas y tempestades. Desde hoy, solo podrás comer hierro al rojo vivo y beber hiel. Acto seguido, la figura celestial desapareció llevándose con ella toda la tripulación.

Y fue así como el capitán Hendrik Van der Decken y el buque conocido como El Holandés Errante, fueron convertidos en fantasmas y condenados a vagar sin rumbo por los mares, hasta el fin de los tiempos.

Lo que se tragó la tierra

Don Melquíades era un anciano tacaño y de corazón endurecido. Aunque tenía tres hijas que se desvivían por él y lo colmaban de atenciones, su única felicidad provenía de contar las diez monedas de oro que había ahorrado. Así que, cuando sintió que se acercaba el fin de sus días, se sentó en su silla mecedora y llamó a sus hijas para hacerles prometer que lo enterrarían con sus preciadas monedas.

A los pocos días, el anciano falleció y las hijas cumplieron su última voluntad. Sin embargo, al cabo de unos meses, las hijas descubrieron que el padre tenía muchas deudas que no podían saldar con lo poco que ganaban trabajando.

—¿Qué haremos? —dijo Esmeralda, la hija mayor, a sus hermanas—. Nuestro padre yace con oro y nosotros con sus deudas. Esta noche iré al cementerio y desenterraré las monedas. Pagaremos las deudas y viviremos tranquilas.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano y regresó a casa con las monedas. Las hermanas cenaron muy felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una voz del más allá decir:

—Esmeralda, Esmeralda, a tu promesa le has dado la espalda.

Esmeralda miró por la ventana y vio a su padre, don Melquíades, a quien le faltaba una oreja y tres dedos de la mano. Presa del miedo, la joven entreabrió la puerta y tiró las monedas.

Pasaron unos pocos meses y las deudas continuaron apilándose, las hermanas estaban desesperadas.

—Llevo lavando ropa y limpiando casas ajenas sin disfrutar un centavo de mi trabajo, mientras que nuestro padre descansa con un tesoro en su ataúd. Esta noche iré al cementerio y desenterraré las monedas —dijo Gema, la hermana del medio.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano y regresó a casa con las monedas. Las hermanas cenaron felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una voz espectral decir:

—Gema, Gema, te quedas con lo que no es tuyo, ¿no le ves ningún problema?

Gema miró por la ventana y vio a su padre, don Melquíades, a quien le faltaban las dos orejas, cuatro dedos de la mano derecha y el pie izquierdo. Horrorizada y aturdida, la joven entreabrió la puerta y tiró las monedas.

Por muchos años, las pobres hermanas vivieron sumidas en deudas, trabajando de sol a sol para saldarlas.

—Hermanas, es hora de cambiar nuestro destino. No podemos vivir para cubrir las deudas de nuestro padre. Tengo un plan y necesito que me ayuden —dijo Rubí, la hermana menor.

La joven se dirigió al cementerio con pala en mano, regresó a casa con las monedas y las escondió en un cajón de la cocina. Nuevamente, las hermanas cenaron felices y se acostaron a dormir.

Pero al llegar la media noche, escucharon un golpe en la puerta y una fantasmagórica voz decir:

—Rubí, Rubí, entrégame lo que es mío o nunca me iré de aquí.

Poniendo en marcha su plan, Rubí se acercó a la ventana y vio a su padre, don Melquíades, de quien ya solo quedaba el esqueleto. La joven abrió la puerta e invitó a su padre a pasar, las otras dos hermanas temblaban de miedo.

—Papá, siéntate en tu silla mecedora y déjanos conocer el motivo de tu visita —dijo Rubí con un tono casual.

—Estoy aquí por que me faltan mis monedas de oro —rugió don Melquíades con una voz aterradora.

—Pero papá, también te faltan los ojos, la nariz, la boca y las orejas. ¿Qué crees que pasó con ellos? —dijo Rubí.

—¡Se los tragó la tierra! —respondió don Melquíades.

—Noto que también te falta el tronco, los brazos y los pies. ¿Crees saber qué pasó con ellos? —dijo Rubí, tratando de conservar la calma.

—¡Se los tragó la tierra! —respondió don Melquíades.

—Y lo mismo pasó con tus monedas. ¡Se las tragó la tierra! —exclamó Rubí.

Dichas estas palabras, don Melquíades saltó de la silla y desapareció para siempre.

Y por fin… sin la carga de las deudas, las hermanas vivieron muy felices.

Los dientes

Desde muy pequeño, Juan tenía la mala fortuna de ser sonámbulo. A menudo, su madre lo encontraba merodeando a altas horas de la noche en frente de la casa, su mirada perdida en la oscuridad. Sin embargo, esta noche era diferente: su madre dormía profundamente y no lo escuchó salir de casa.

Juan caminó sin prisa, pero sin pausa, con cada paso se alejaba más de la seguridad de su hogar.

Las calles se hacían cada vez más extrañas y el barrio en el que se encontraba no le era familiar.

Juan estaba perdido.

Al doblar la esquina, Juan encontró a un hombre. Un enorme sombrero de copa cubría su cabello gris y espeso. Su cara, blanca como la nieve contrastaba con la vacía negrura de sus ojos.

—Señor, ¿sabe usted cómo se llama este lugar? —preguntó Juan.

—Yo qué sé —respondió el hombre con voz áspera y agrietada por falta de uso.

Entonces, el hombre encendió un cigarrillo y al acercarlo a su rostro, la tenue luz dejó al descubierto la más horripilante visión: ¡los dientes del hombre eran tan largos y afilados como los de una fiera!

Preso del pánico, Juan se echó a correr.

Mientras corría, se encontró con otro hombre. El hombre preguntó:

—¿Por qué vas tan deprisa?

—Vi a un hombre cuyos dientes eran tan largos como los de una fiera —respondió Juan.

Inmediatamente, el hombre develó sus monstruosos dientes largos y afilados entre una sonrisa escueta y preguntó:

— ¿Cuáles son más largos, esos o los míos?

Juan siguió corriendo.

De repente, llegó a una calle que le resultaba conocida. Dobló la esquina y encontró su casa.

Juan se despertó gritando, empapado de un sudor frío. Entonces comprendió que estaba en su propia cama y que todo había sido una pesadilla.

Su madre abrió la puerta y se acercó a él:

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Soñé con hombres muy extraños, con dientes largos y afilados y yo no hacía más que correr.

Su madre esbozó una sonrisa que se hacía más y más ancha, dejando entrever unos dientes espantosos, largos y afilados como los de una fiera.

Pobre Juan, si estaba soñando, no podía despertar… y si era realidad, ya no tenía cómo escapar.